martes, octubre 23, 2007

LA DANZA DE KITTY, FINAL

- Veamos, gatita... juguemos al ratón y al gato.

Dijiste mientras me tomabas en tus brazos y me conducías, aún empapada por el baño, hasta la enorme cama.

Simplemente caímos juntos. Antes de que pudiera echarte de menos estabas de nuevo en mi interior, llenándome con tu carne, bailando entre mis muslos.
Tus manos, siguiendo la danza de mis pechos en tus ojos, se apoderaron de ellos mientras separabas tu cuerpo del mío. La danza de tus caderas se suavizó lentamente, dándome un pequeño respiro, para volver a la carga instantes después, acelerando el ritmo y la fuerza de tus embestidas iba a correrme de nuevo, estaba a punto, cuando frenaste casi en seco, acoplando tu ritmo al mío y dejando mis caderas bailando en el vacío. Moví frenéticamente mi pelvis, empujando contra la tuya, pero tus caderas se pegaron a las mías como una lapa... te sentía dentro de mí, llenándome con tu lava, pero no sentía el roce de tu miembro en mi interior. Lo intenté de nuevo, mi pelvis describía ochos, giraba, se retorcía en busca del contacto ansiado. El fastidio empezó a crecer en mi interior. Una nota del pasado comenzó a vibrar. De nuevo esa sensación de ser utilizada, humillada... pero tus ojos, clavados en los míos todo el tiempo, debieron adivinar aquella burbuja que ascendía desde mi interior, y abandonaste tu acople, liberando el ancla que nos mantenía unidos, justo cuando mi cuerpo se retorcía con más fuerza y desesperación. El cambio de sensaciones fue brutal y al segundo de sentir tu verga frotando con fuerza las paredes de mi vagina, un temblor incontrolable se apoderó de mí. Un nuevo orgasmo ascendió sacudiéndome de abajo a arriba, desde las uñas de mis pies hasta el vello de mi nuca, hundiéndome de nuevo en un mar de placer, cálido y desesperantemente lento. Rompí a sudar, mis gemidos fueron bajando de intensidad a medida que tú volvías a moderar tus movimientos, que no sé en qué momento de mi locura se habían vuelto tan salvajes, pero poco a poco volviste a dejarme meciéndome suavemente al compás de tus olas. La presión de tus dientes en mi oreja provocó en mí un pequeño respingo de sorpresa.
- Date la vuelta, gatita, me estás destrozando la espalda...
Hasta ese momento no me di cuenta de que mis uñas estaban profundamente clavadas en tu piel, y no pude evitar una sonrisa de satisfacción, rayando en el despecho. Ahora ambos estábamos marcados. Mis ojos se clavaron en tu garganta, justo encima de mi rostro. Te separaste justo a tiempo, pues una fuerza invisible me impelía a clavar mis dientes en ella... una sensación nueva para mí. Necesitaba imperiosamente mantenerme así, clavada en tí… como si mis uñas en tu espalda y mis dientes en tu garganta fueran el contrapeso necesario a ese miembro que se hundía en mi interior. Sólo pensarlo y furiosas contracciones empezaron a recorrer mis músculos vaginales. Luché contigo. Contra tí. Crucé mis piernas con firmeza alrededor de tus caderas. Mis manos te empujaban hacia mí, hundiendo las uñas más y más en tu carne mientras mi boca buscaba su presa. Cada vez que separabas tu cuello de mi boca, mis uñas se clavaban más, mis piernas te hundían más adentro, más profundo, más fuerte. Hasta que una mano grande y fuerte se apoderó de mi rostro. La tuya, que empujó mi cabeza contra la almohada, obligándome a mirarte a los ojos. Sonreías. Con sorna, con fiereza, desafiante.
- Bueno, bueno… así que Mi gatita se ha convertido en una pantera… ¡Juguemos!
Tomaste mi rostro y lo aprisionaste contra tu pecho. Rodamos por la cama. Ahora quedabas debajo de mí, tus manos, ahora fuertes y duras, sujetaban mis hombros, separando mi cuerpo del tuyo. Tuve que soltar la presa de mis piernas. Apreté con mis rodillas en tus costados evitando que me separaras de ti, pero mis garras seguían hundiéndose cada vez más en tu espalda. Más profundamente cuanto más me separabas de tí. Reías. Cualquiera diría que estabas disfrutando con aquello. Dejé caer mi peso con fuerza sobre tu verga, hundiéndome una y otra vez con brusquedad. Todo mi ser palpitaba al ritmo de las contracciones que recorrían mi húmedo interior. Volvimos a rodar. Aprovechaste ese momento en el que mi presa era más débil, tumbados sobre nuestro costado, para zafarte de mí. Salté sobre mis rodillas, enfrentándome a ti rugiente, excitada, fuera de mí. Ambos nos estudiamos unos instantes. Mi boca buscaba la tuya, necesitaba cerrar mis dientes sobre tus labios, hundirlos en tu garganta… giraste buscando mi espalda, pero yo te seguí rápida y volvimos a quedar enfrentados. El juego empezó de nuevo. Amagabas a mi derecha y yo hurtaba mi cuerpo a tu brazo fuerte, a tu mano grande y pesada, que retenías sin que yo acertara bien a saber por qué. Volvimos a girar, ahora hacia la izquierda. Amagaste un abrazo sobre mi espalda. Hurté mi cuerpo hacia la derecha, pero esperabas esa reacción y con un rugido de satisfacción, tus dedos se cerraron sobre mi pantorrilla, resbalaron en mi intento de zafarme, apresando con fuerza mi tobillo izquierdo y comenzaste a atraerme, para mi desesperación, de espaldas a ti. Sabía lo que intentabas, y estaba dispuesta a defenderme con dientes y uñas. En vano intenté girarme. A esas alturas ya habías capturado ambos tobillos, y no necesitaste demasiada fuerza para volver a darme la vuelta. Clavé las uñas en las sábanas, resistiéndome mientras tú tirabas de mí. Mientras aplicabas tu fuerza arrastrándome sobre las sábanas, recuerdo que te odié con todo mi corazón. Mi voluntad quería resistirse a tu empuje. Mi vagina, huérfana de ti, palpitaba pidiendo a gritos volver a tenerte dentro de mí. Y mi cabeza me decía que no era ese hueco el que buscaba tu verga, que veía en mi mente enrojecida y palpitante, dispuesta a empalarme. Aplicaste tu ventaja física paulatinamente, con firmeza, ajeno a mi resistencia. Mis uñas dejaban el rastro de tu propia sangre en las sábanas de seda. Las hundí con fuerza, pero de nada sirvió. El sonido de la seda al rasgarse acompañó el final de mi trayecto, hasta sentir tu glande rozar mis muslos. Aún me resistí unos segundos más y continué luchando incluso cuando sentí que tu objetivo no era aquél y empezaste a entrar en mi vagina. Debió ser ella la que envió la orden a mis manos, pues mi cabeza seguía resistiéndose cuando mis dedos aflojaron la presa en las sábanas. Abrir las manos y cerrar los músculos de mi interior. Como en un balancín, mi cuerpo pasó de apresar las maltrechas sábanas para abrazar a tu falo ardiente. Una mano fuerte y ancha se posicionó en el centro de mi espalda aplastando mi cuerpo contra la cama. Y de nuevo, fueron mis músculos internos los que, ajenos a mi propia voluntad, latieron, palpitaron, ondularon succionando tu carne, que sentía como un hierro al rojo que me abrasara. Sin moverme, sin moverte, por su propio movimiento, me alcanzó un nuevo clímax. Casi doloroso, luchó contra mi voluntad encorajinada que se rebelaba a ser tomada de esa forma, a perder el control, haciéndome aullar de placer y frustración.

Te aprovechaste de mí. Aprovechaste el momento en el que estuve entregada al placer para moverme, para elevar mis rodillas sobre las sábanas, debajo de mi cuerpo. Cuando quise percatarme de lo que ocurría, me tenías a tu merced, con las piernas bajo mi cuerpo y tus manos en mis caderas. Y entonces, iniciaste tus movimientos. Duros, rápidos, hasta alcanzar de nuevo un frenesí enloquecedor, que me lanzaron inmediatamente hacia un cuarto, quinto, hacia una secuencia interminable de subidas y bajadas, rendida totalmente al placer y al ritmo que tu cuerpo y mi deseo marcaban. No sé cuanto tiempo estuvimos así, cuanto duró aquella montaña rusa. Pero sí recuerdo cuando, tras una última oleada que agotó las pocas fuerzas que me quedaban, saliste de mí y me giraste, tomándome de los hombros para incorporarme. Me encontré sentada en el borde de la cama, exhausta, casi adormecida, con tu miembro rojo e hinchado frente a mí. Y no supe resistirme, o no quise, no lo sé. Cuando la cascada de tu semilla se derramó en mi garganta, tan sólo tuve fuerzas para luchar contra la asfixia, sólo pude luchar para evitar ahogarme mientras tragaba tu simiente que se precipitaba en mí a borbotones. Terminaste dentro de mí con un rugido, como el macho que se derrama dentro de la pantera. Durante el tiempo posterior que permaneciste dentro de mí. Sentí con alivio cómo tu tensión cedía, aliviando la fuerza que me ahogaba, hasta que ambos pudimos recuperar, poco a poco, el resuello. Tú, dentro de mi boca. Yo, con los labios pegados a tu pubis, inmersa en ese olor a sexo y placer. Poco a poco fuiste soltando la presión de tus manos en mi nuca, saliendo despacio de mí. Y entonces sucedió algo extraño, inesperado. Te arrodillaste en el suelo frente a mí, sin soltar mi cabeza. Tus ojos volvieron a los míos. Pero ahora, mi mirada agotada no encontró ante sí la tuya desafiante y dura, como esperaba, como te imaginaba. Todo lo contrario. Tus ojos irradiaban ternura, cariño. Tu boca se posó en la mía, haciendo caso omiso de aquello que resbalaba por la comisura de mis labios, para besarlos con delicadeza. Tus manos recorrieron mi rostro suaves, aleteantes. Tus brazos se cerraron en un abrazo cálido y tranquilo, dejando atrás en el olvido la batalla para devolverme a un limbo de besos y caricias, al que me abandoné agotada. Me condujiste con delicadeza al centro de la maltrecha cama, para abrazarme. Instintivamente, mientras tirabas del edredón para cubrir nuestros cuerpos sudorosos, me hice un ovillo entre tus brazos y cerré los ojos dejándome mecer por el oleaje de tus arrullos hasta que me quedé dormida.