martes, octubre 23, 2007

LA DANZA DE KITTY, FINAL

- Veamos, gatita... juguemos al ratón y al gato.

Dijiste mientras me tomabas en tus brazos y me conducías, aún empapada por el baño, hasta la enorme cama.

Simplemente caímos juntos. Antes de que pudiera echarte de menos estabas de nuevo en mi interior, llenándome con tu carne, bailando entre mis muslos.
Tus manos, siguiendo la danza de mis pechos en tus ojos, se apoderaron de ellos mientras separabas tu cuerpo del mío. La danza de tus caderas se suavizó lentamente, dándome un pequeño respiro, para volver a la carga instantes después, acelerando el ritmo y la fuerza de tus embestidas iba a correrme de nuevo, estaba a punto, cuando frenaste casi en seco, acoplando tu ritmo al mío y dejando mis caderas bailando en el vacío. Moví frenéticamente mi pelvis, empujando contra la tuya, pero tus caderas se pegaron a las mías como una lapa... te sentía dentro de mí, llenándome con tu lava, pero no sentía el roce de tu miembro en mi interior. Lo intenté de nuevo, mi pelvis describía ochos, giraba, se retorcía en busca del contacto ansiado. El fastidio empezó a crecer en mi interior. Una nota del pasado comenzó a vibrar. De nuevo esa sensación de ser utilizada, humillada... pero tus ojos, clavados en los míos todo el tiempo, debieron adivinar aquella burbuja que ascendía desde mi interior, y abandonaste tu acople, liberando el ancla que nos mantenía unidos, justo cuando mi cuerpo se retorcía con más fuerza y desesperación. El cambio de sensaciones fue brutal y al segundo de sentir tu verga frotando con fuerza las paredes de mi vagina, un temblor incontrolable se apoderó de mí. Un nuevo orgasmo ascendió sacudiéndome de abajo a arriba, desde las uñas de mis pies hasta el vello de mi nuca, hundiéndome de nuevo en un mar de placer, cálido y desesperantemente lento. Rompí a sudar, mis gemidos fueron bajando de intensidad a medida que tú volvías a moderar tus movimientos, que no sé en qué momento de mi locura se habían vuelto tan salvajes, pero poco a poco volviste a dejarme meciéndome suavemente al compás de tus olas. La presión de tus dientes en mi oreja provocó en mí un pequeño respingo de sorpresa.
- Date la vuelta, gatita, me estás destrozando la espalda...
Hasta ese momento no me di cuenta de que mis uñas estaban profundamente clavadas en tu piel, y no pude evitar una sonrisa de satisfacción, rayando en el despecho. Ahora ambos estábamos marcados. Mis ojos se clavaron en tu garganta, justo encima de mi rostro. Te separaste justo a tiempo, pues una fuerza invisible me impelía a clavar mis dientes en ella... una sensación nueva para mí. Necesitaba imperiosamente mantenerme así, clavada en tí… como si mis uñas en tu espalda y mis dientes en tu garganta fueran el contrapeso necesario a ese miembro que se hundía en mi interior. Sólo pensarlo y furiosas contracciones empezaron a recorrer mis músculos vaginales. Luché contigo. Contra tí. Crucé mis piernas con firmeza alrededor de tus caderas. Mis manos te empujaban hacia mí, hundiendo las uñas más y más en tu carne mientras mi boca buscaba su presa. Cada vez que separabas tu cuello de mi boca, mis uñas se clavaban más, mis piernas te hundían más adentro, más profundo, más fuerte. Hasta que una mano grande y fuerte se apoderó de mi rostro. La tuya, que empujó mi cabeza contra la almohada, obligándome a mirarte a los ojos. Sonreías. Con sorna, con fiereza, desafiante.
- Bueno, bueno… así que Mi gatita se ha convertido en una pantera… ¡Juguemos!
Tomaste mi rostro y lo aprisionaste contra tu pecho. Rodamos por la cama. Ahora quedabas debajo de mí, tus manos, ahora fuertes y duras, sujetaban mis hombros, separando mi cuerpo del tuyo. Tuve que soltar la presa de mis piernas. Apreté con mis rodillas en tus costados evitando que me separaras de ti, pero mis garras seguían hundiéndose cada vez más en tu espalda. Más profundamente cuanto más me separabas de tí. Reías. Cualquiera diría que estabas disfrutando con aquello. Dejé caer mi peso con fuerza sobre tu verga, hundiéndome una y otra vez con brusquedad. Todo mi ser palpitaba al ritmo de las contracciones que recorrían mi húmedo interior. Volvimos a rodar. Aprovechaste ese momento en el que mi presa era más débil, tumbados sobre nuestro costado, para zafarte de mí. Salté sobre mis rodillas, enfrentándome a ti rugiente, excitada, fuera de mí. Ambos nos estudiamos unos instantes. Mi boca buscaba la tuya, necesitaba cerrar mis dientes sobre tus labios, hundirlos en tu garganta… giraste buscando mi espalda, pero yo te seguí rápida y volvimos a quedar enfrentados. El juego empezó de nuevo. Amagabas a mi derecha y yo hurtaba mi cuerpo a tu brazo fuerte, a tu mano grande y pesada, que retenías sin que yo acertara bien a saber por qué. Volvimos a girar, ahora hacia la izquierda. Amagaste un abrazo sobre mi espalda. Hurté mi cuerpo hacia la derecha, pero esperabas esa reacción y con un rugido de satisfacción, tus dedos se cerraron sobre mi pantorrilla, resbalaron en mi intento de zafarme, apresando con fuerza mi tobillo izquierdo y comenzaste a atraerme, para mi desesperación, de espaldas a ti. Sabía lo que intentabas, y estaba dispuesta a defenderme con dientes y uñas. En vano intenté girarme. A esas alturas ya habías capturado ambos tobillos, y no necesitaste demasiada fuerza para volver a darme la vuelta. Clavé las uñas en las sábanas, resistiéndome mientras tú tirabas de mí. Mientras aplicabas tu fuerza arrastrándome sobre las sábanas, recuerdo que te odié con todo mi corazón. Mi voluntad quería resistirse a tu empuje. Mi vagina, huérfana de ti, palpitaba pidiendo a gritos volver a tenerte dentro de mí. Y mi cabeza me decía que no era ese hueco el que buscaba tu verga, que veía en mi mente enrojecida y palpitante, dispuesta a empalarme. Aplicaste tu ventaja física paulatinamente, con firmeza, ajeno a mi resistencia. Mis uñas dejaban el rastro de tu propia sangre en las sábanas de seda. Las hundí con fuerza, pero de nada sirvió. El sonido de la seda al rasgarse acompañó el final de mi trayecto, hasta sentir tu glande rozar mis muslos. Aún me resistí unos segundos más y continué luchando incluso cuando sentí que tu objetivo no era aquél y empezaste a entrar en mi vagina. Debió ser ella la que envió la orden a mis manos, pues mi cabeza seguía resistiéndose cuando mis dedos aflojaron la presa en las sábanas. Abrir las manos y cerrar los músculos de mi interior. Como en un balancín, mi cuerpo pasó de apresar las maltrechas sábanas para abrazar a tu falo ardiente. Una mano fuerte y ancha se posicionó en el centro de mi espalda aplastando mi cuerpo contra la cama. Y de nuevo, fueron mis músculos internos los que, ajenos a mi propia voluntad, latieron, palpitaron, ondularon succionando tu carne, que sentía como un hierro al rojo que me abrasara. Sin moverme, sin moverte, por su propio movimiento, me alcanzó un nuevo clímax. Casi doloroso, luchó contra mi voluntad encorajinada que se rebelaba a ser tomada de esa forma, a perder el control, haciéndome aullar de placer y frustración.

Te aprovechaste de mí. Aprovechaste el momento en el que estuve entregada al placer para moverme, para elevar mis rodillas sobre las sábanas, debajo de mi cuerpo. Cuando quise percatarme de lo que ocurría, me tenías a tu merced, con las piernas bajo mi cuerpo y tus manos en mis caderas. Y entonces, iniciaste tus movimientos. Duros, rápidos, hasta alcanzar de nuevo un frenesí enloquecedor, que me lanzaron inmediatamente hacia un cuarto, quinto, hacia una secuencia interminable de subidas y bajadas, rendida totalmente al placer y al ritmo que tu cuerpo y mi deseo marcaban. No sé cuanto tiempo estuvimos así, cuanto duró aquella montaña rusa. Pero sí recuerdo cuando, tras una última oleada que agotó las pocas fuerzas que me quedaban, saliste de mí y me giraste, tomándome de los hombros para incorporarme. Me encontré sentada en el borde de la cama, exhausta, casi adormecida, con tu miembro rojo e hinchado frente a mí. Y no supe resistirme, o no quise, no lo sé. Cuando la cascada de tu semilla se derramó en mi garganta, tan sólo tuve fuerzas para luchar contra la asfixia, sólo pude luchar para evitar ahogarme mientras tragaba tu simiente que se precipitaba en mí a borbotones. Terminaste dentro de mí con un rugido, como el macho que se derrama dentro de la pantera. Durante el tiempo posterior que permaneciste dentro de mí. Sentí con alivio cómo tu tensión cedía, aliviando la fuerza que me ahogaba, hasta que ambos pudimos recuperar, poco a poco, el resuello. Tú, dentro de mi boca. Yo, con los labios pegados a tu pubis, inmersa en ese olor a sexo y placer. Poco a poco fuiste soltando la presión de tus manos en mi nuca, saliendo despacio de mí. Y entonces sucedió algo extraño, inesperado. Te arrodillaste en el suelo frente a mí, sin soltar mi cabeza. Tus ojos volvieron a los míos. Pero ahora, mi mirada agotada no encontró ante sí la tuya desafiante y dura, como esperaba, como te imaginaba. Todo lo contrario. Tus ojos irradiaban ternura, cariño. Tu boca se posó en la mía, haciendo caso omiso de aquello que resbalaba por la comisura de mis labios, para besarlos con delicadeza. Tus manos recorrieron mi rostro suaves, aleteantes. Tus brazos se cerraron en un abrazo cálido y tranquilo, dejando atrás en el olvido la batalla para devolverme a un limbo de besos y caricias, al que me abandoné agotada. Me condujiste con delicadeza al centro de la maltrecha cama, para abrazarme. Instintivamente, mientras tirabas del edredón para cubrir nuestros cuerpos sudorosos, me hice un ovillo entre tus brazos y cerré los ojos dejándome mecer por el oleaje de tus arrullos hasta que me quedé dormida.

sábado, julio 28, 2007

LA NOCHE ANTERIOR

Agotada por el viaje, me dejé caer en la habitación completamente desnuda. Tu magnífico servicio se había encargado de encender la chimenea y subir mi equipaje. Un profundo olor a especias inundaba la habitación. Sobre el escabel que ocupaba todos los pies de la gran cama con dosel, me esperaba el primero de tus regalos: un hermoso kimono de seda blanca. Pasé distraídamente la mano sobre sus bordados, lenguas de fuego que ascendían desde los pies y se enroscaban a la altura del vientre, rodeaban graciosamente la parte de los senos, dibujaban una amplia curva alrededor de las nalgas. Agotada por el viaje y el placer, fui cayendo en un sueño dulce y sensual, embriagada por el aroma de las espacias mientras mis dedos recorrían soñadores el dibujo de los bordados.

En mis sueños me debatía arrastrada por una corriente que me conducía entre paredes excavadas en la roca viva. Luchaba por zafarme de ella, pero cada vez que lo intentaba, unas manos poderosas emergían de las aguas para acallar mis intentos. Caí en un torbellino que me hizo dar vueltas y más vueltas, hasta dejarme suspendida en su interior, con los brazos y las piernas abiertas formando un aspa. Entonces, Su Voz vino a llamarme. Aquella voz gutural y profunda. Vi la imagen del rostro de El Señor de la Mansión perfilarse frente al mío. Su mano tomó mi barbilla y sus labios se posaron sobre los míos, Su lengua se abrió paso en mi interior, nadando como un pez curioso y lleno de ansia que buscara la salida de la gruta. Poco a poco fue retirándose de mí. Entre besos, empezó a llamarme de nuevo: “Gatita... gatita... ven a Mí, gatita...”

Abrí los ojos con dificultad. Sentía una especie de resaca y el olor a especias se revolvió dentro de mi interior, embriagada aún por sus efectos. Ante mí, Su rostro dibujaba un contraste intenso entre la mirada seria y la amplia sonrisa con la que me recibía. Deseé echarle los brazos al cuello, pero no pude. Miré extrañada hacia mis manos. Mis muñecas estaban atadas a una tosca cruz de madera en forma de aspa. Bajé la cabeza. Mis tobillos también estaban prisioneros. Me hallaba inmovilizada sobre Su cruz de San Andrés. A mi alrededor, las antorchas refulgían provocando sombras danzantes en las paredes excavadas a pico en la roca viva. Poco a poco, el sonido del agua llegó a mis oídos denunciando una fuente, o un manantial en las proximidades.

El Señor se retiró unos pasos. De su mirada fue desapareciendo la sombra de seriedad y preocupación, y la sonrisa de su boca fue ascendiendo hasta sus ojos. Con uno de sus dedos recorría lentamente el borde tosco del cuenco de barro cocido que sostenía con su mano izquierda.
- Aquí estamos de nuevo, gatita. Tú en tu lugar y Yo en el mío. Apuesto a que has echado de menos esto. – Mientras hablaba fue girando alrededor de mí. Mi cabeza le siguió hasta perderle de vista detrás de mí. De repente, sentí su mano rozando el interior de mis nalgas. Apenas tuve tiempo de reaccionar al notar un dedo untado de lubricante introducirse en mi ano. – ¿Has conservado tu delicioso culito como lo dejé? Veo que sigue tan estrecho y delicioso como la última vez. Ven, Julie, sigue tú con esto...

Su figura volvió a aparecer desde mi izquierda, sonriente, con una toalla entre las manos mientras unas manos pequeñas, de dedos largos y finos lubricaban cuidadosamente los alrededores de mi culito, que ya palpitaba enloquecido muy a mi pesar. Intenté esbozar un rictus de protesta, pero Él ya lo esperaba. Sin dejar de girar lentamente a mi alrededor, continuó hablando como si no me hubiese visto.

- ¡Vaya! No irás a decirme que has venido aquí en busca de descanso y paz interior, gatita. Venga – El azote sobre mi nalga resonó multiplicado por el eco de la cueva, provocando en mí un respingo y, muy a mi pesar, un ligero gemido – relaja ese culito y deja a Julie hacer su trabajo. - Sentí cómo movía la cabeza de la sumisa y sus pequeños dientecitos se clavaban en mi otra nalga – me consta que ella sí se ha acordado de tu última visita, ¿verdad, Julie?

De la boca de la diosa blanca sólo salieron unos gemidos, mientras Él la presionaba contra mi glúteo contraído. Tuve que hacer un esfuerzo para relajar mis nalgas. Por mí y por ella. Cerré los ojos y me dejé llevar por los recuerdos de nuestra última noche juntos. Recuerdos que, como Él bien sabía, habían presidido casi obsesivamente mis noches desde que abandoné la Mansión. Poco a poco conseguí relajar mis músculos y abandonarme en las manos de Julie. Pronto la sensación de sus dedos rodeando traviesos mi ano empezó a provocar oleadas de calor en mi interior. Ella manejaba con maestría las suyas, conocedora de mis reacciones. Una uña describió un círculo a su alrededor arrancándome el primer gemido audible. Poco después, dos dedos abrían mis ya húmedos labios, abriéndose paso en su interior, separándolos al ascender y permitiendo que se cerraran al descender de nuevo hacia mi culo. Cuando subieron por tercera vez, cuidando mucho de no rozar sino los bordes exteriores de mi clítoris, otros dos se abrieron paso despacio en mi vagina, jugando con mi flujo y provocando en mí un deseo incontenible. Entraron y salieron varias veces lentamente, en mis ojos cerrados se dibujaba el rostro de Julie, sonrojado por el deseo y la excitación. Aquél que emergía entre mis muslos en mi recuerdo. Después de un rato de penetrar en mi interior y repartir sus jugosos líquidos por toda mi vulva, sentí que los dedos que se deslizaban para abrir mis labios por enésima vez eran acompañados por los otros en su camino ascendente. Tan despacio, tan suave, tan insinuantes, que supe lo que iba a suceder siglos antes de que llegaran a su destino, de que los primeros cerraran su pinza sobre el clítoris que palpitaba como un corazón con vida propia y los segundos iniciaran sus caricias enloquecedoras. No llegué a aguantar un segundo. Cuando la Voz del Señor me dijo que si me corría antes de tiempo me azotaría, el efecto fue devastador. Mis piernas experimentaron un espasmo incontrolable y mi voz acompañó con un gemido largo y ondulante la marea que se apoderó de mí ascendente, recorriendo todo mi cuerpo hacia mi nuca para estallar en mi cabeza, apoderándose de mí durante un segundo interminable. Las muñecas pugnaban por escapar de sus ataduras, los lazos herían mis tobillos y toda yo encadenaba una convulsión tras otra, mecida al son de las olas de la tormenta.

Cuando todo terminó, mi cuerpo colgaba de las muñecas como un pingajo, me escocían las rodillas, que apoyaba en la basta madera con los muslos vencidos por el cansancio y mi culo echado hacia atrás, agotada. El Señor no me dio tregua alguna. Reaccioné de inmediato irguiéndome al recibir el primer azote en mis nalgas expuestas.
- Oh, noooo yo no... – inicié una protesta airada. Mi dignidad se rebelaba; nunca había sido azotada y no esperaba un trato así la primera noche.
Pero Él se mantuvo inflexible. Acercó su boca a mi oído. Su Voz estaba ligeramente mudada, más ronca de lo habitual, con un deje severo y nuevo para mí que – muy a mi pesar – provocó nuevos ríos de flujo que corrieron pronto por mis muslos abiertos.
- Te avisé, gatita... ahora te va a tocar a ti contar hasta diez. No irás a perder la cuenta, ¿verdad? Porque tendríamos que volver a empezar...

Un segundo después, caía otro azote, esta vez sobre mi otra nalga. Plano, fuerte, sonoro. Más ardiente que doloroso, salvo en mi maltrecha dignidad.
- ¡Cuenta! – Su Voz sí era un látigo, seco y cortante. Para colmo de males, una contracción ascendió desde mi vagina recorriendo mi vientre y pecho. La realidad es que me estaba poniendo más caliente de lo previsto. Mucho más de lo previsto. Y mi ofendida dignidad tuvo que refugiarse tras la idea de que aquello me estaba gustando, de que lo hacía por voluntad propia.
- Uu-uno...
- ¡Más fuerte, no te oigo! - Otro azote seco, otra explosión de fuego, otra sacudida recorriéndome, mi vagina palpitando...
- ¡Dos!
- Bien.¡Más fuerte todavía, quiero oírte gritar!
- ¡TRES!
- ¡Más!
- ¡CUATROO!
- ¡Más!
- ¡¡¡¡CINCOO!!!!
- Bien, gatita, tu lomo enrojecido es un espectáculo digno del mejor pintor. Vamos a descansar un poco. ¡Julie!
- ¿Señor?
- Trae la cámara de fotos. Vamos a prepararle una postal de recuerdo a nuestra invitada.
- Sí, mi Señor
Mientras los pasos de Julie resonaban perdiéndose en la cueva, sentí Su mano demorarse en mis nalgas enrojecidas. Volvió a girar a mi alrededor. Procuré hurtar mi mirada de la suya, intentando ocultar mi situación real y salvaguardar así la poca dignidad que me quedaba, pero Él tomó mi barbilla y clavó sus ojos oscuros en los míos, escrutando en su interior.
Sentí como si fuera violada por aquellos ojos; intenté resistirme, pero todo fue inútil. Sujetando mi mentón con firmeza, Su mirada se introdujo dentro de mí. Ardiente, lasciva, inquisidora. Supe que lo había descubierto al instante. Su hierro tornó en terciopelo, su dureza en caricia, su búsqueda en compañía. De sus ojos ahora entrecerrados me llegó un último mensaje, lleno de comprensión y deseo, antes de que sus labios lo plasmaran en mi boca jadeante.

El resonar de los tacones de plata de Julie rompió la magia de aquel momento. La vi avanzar reflejándose en Sus pupilas. Desnuda, con unas sandalias plateadas de tacón alto, una diadema brillante sujetando su cabellera rubia y una gargantilla similar alrededor de su cuello. Traía en su mano lo que imaginé sería la cámara que le habían ordenado traer.
- Señor...
- Vamos a ver... sepárate unos pasos. Así. – no podía ver lo que ocurría, pero terminé de imaginármelo con la siguiente frase - ¡Vaya, qué bien que te pongas en cuclillas... ahora creo que realmente estamos todos en una magnífica postura! ¿Ya has encuadrado? Pues... ¡Seguimos!
El azote me pilló de improviso, lo reconozco, y tan sólo pude emitir un gemido. Sí. De gusto. Me sentí como una perra en celo cuando el Señor me increpó, tirando de mi cabello hacia atrás con firmeza:
- ¿Ya has olvidado la cuenta, gatita? ¿Quieres que volvamos a empezar?
- Nooo... ¡Seis! – respondí asombrada por la reacción de mi propio cuerpo, que volvía a palpitar pidiéndome algo más que esa mano ancha en mis nalgas.
- ¡Más fuerte, gatita, no te oigo bien!
- ¡SIETE!
- ¡Así, bien!
- ¡OCHO!, ¡NUEVE! – Clic, clic, clic – podía oír perfectamente al obturador de la cámara disparando sin cesar. El último azote se hizo esperar. Lo justo. Lo preciso para que mi cuerpo lo deseara, para que mi mente se diera cuenta de ello, para que mis glúteos se prepararan para él.
- ¡¡DIEEEEZ!! – y Su mano se quedó sobre mi piel, acariciando mis nalgas, deslizándose lúbrica entre ellas en busca de mis rincones, que halló totalmente empapados.
- Lo sabía, gatita. Siempre lo supe, te lo dije el primer día. Sólo tú lo ignorabas. ¿Me crees ahora?
- Sí, Señor...
- ¿Sabes lo que vas a recibir como premio?
- Síii, Señor...
- Dímelo tú, gatita jadeante
- A usted, Señor...
- ¡Exacto!. Ven Julie, abre estas nalgas que un día ya preparaste para Mí.
Sentí las manos frías de Julie en mis nalgas ardientes como hielo sobre las brasas, quemándome más aún si cabe. Por esa temperatura supe que Sus manos sustituían a las de la esclava, e intuí fácilmente, por el rumor de ropas, lo que ella estaba haciendo para nosotros. Poco después, sentí cómo Su glande rozaba el canal entre mis nalgas, dirigido por una mano fría y delicada. Con calma descendió hasta mi ano que boqueaba ya como un pez. - “No habría hecho falta ningún lubricante”- recuerdo que pensé un instante antes de que lo encajara en su entrada. Pero cuando empezó a entrar y salir poco a poco en mi interior, ya no pude poder pensar en nada más que en que entrara un poco más, un poco más dentro, un poco más fuerte... Pronto toda la sala se llenó de mis gemidos, rebotando en las paredes de la cueva, devueltos mil veces por el eco. Entonces, él tomó mis pechos con fuerza y, acercando su boca a mi cuello, susurró:
- Se acabó el tiempo de maullar, gatita. Ha llegado la hora de los rugidos.
Y de un empujón seco y duro, me empaló con su verga hasta el fondo de mi culo, ebrio de placer. Y acertó. Se terminaron los gemidos, los jadeos. Empecé a gritar como una loca. A cada empujón de su falo respondía con un grito fuerte, incontenible, que cada vez que la retiraba se modulaba en una especie de gemido largo. No tardé mucho en saber que iba a correrme. Se lo dije, se lo grité, le pedí que parara, que no podía más, que iba a morirme de placer, pero Él continuó machacando mis nalgas con sus caderas, entrando hasta el fondo de mi ser y exploté perdiendo la noción de lo que sucedía, sacudida como una barquita en una tormenta. Agotada por el terrible orgasmo, intenté huir de Él, llevando mis caderas hacia delante e impidiendo que su penetración fuera tan profunda, pero Allí me encontré con la lengua de Julie que, arrodillada ante mí, se introdujo entre mis muslos abiertos tomándome de las caderas y golpeaba mi clítoris sin piedad, amplificando hasta el paroxismo las sensaciones que su amo me estaba provocando. Lloré, grité, me corrí una, dos, perdí la cuenta de las veces que aquel huracán me elevó por los aires, jugando conmigo como una hoja en el ojo del tornado. Mis gritos y súplicas atronaban mis oídos, devueltos por el eco, hasta que sentí aquél fuego estallar en mi interior, inundándome por completo... y entonces, volvió la calma. Julie abandonó su posición sentada sobre sus rodillas para colocarse debajo de mí, sujetándose con fuerza de los maderos, e introducir su rostro entre mis piernas. Percibí como en trance sus pechos emergiendo entre mis muslos, su vientre terso y depilado, desapareciendo en una postura forzada. Cuando su lengua terminó de recoger la semilla de su señor, que chorreaba por sus testículos, se fue desplazando por mis muslos, ascendiendo con lenta parsimonia hasta introducirse en mi agujerito vacante, recorriendo, juguetona y golosa, cada centímetro de mi vulva. Poco después, el Señor fue saliendo de mí. La sensación fue intensa, un eco amortiguado de lo que había sucedido minutos atrás, hasta que su verga desapareció por completo de mi interior y la lengua de Julie la sustituyó ávida de su simiente y de mis jugos. Con la flexibilidad de una contorsionista, cambió de postura pasando bajo mi cuerpo sin abandonar su posición dentro de mi ano hasta situarse detrás de mí. No abandonó su faena hasta lograr gozar de cada gota que me llenaba, hasta asegurarse de que nada resbalaría ya por mis piernas. Entonces – lo supe por las exclamaciones de placer de su Amo – se volvió hacia su Señor que se había retirado hacia un sillón frente a mí y, gateando con movimientos tan felinos que me hizo enrojecer de envidia, se situó entre sus piernas, dispuesta a terminar su faena.
- Tranquila, tigresa, tranquila... - su Señor acariciaba sus cabellos – que nadie te va a robar tu ración.

Poco después, el olor a especias volvió a inundar la sala y un profundo sopor se apoderó de mí.

domingo, abril 08, 2007

LA MAÑANA SIGUIENTE

Desperté cuando el sol ya estaba alto, en mi mente aún se revolvían las imágenes y recuerdos de la noche anterior. Me sentía pesada y desganada, una mueca de disgusto se instaló en mi cara al darme cuenta que mis muñecas y mis tobillos mostraban rojas marcas a su alrededor demostrándome con ello que no había sido un sueño.

Enojada, con el orgullo herido, me levanté de golpe sólo para darme cuenta que no podía permanecer sentada por el dolor que sentía. Un grito ahogado salió de mi garganta, un grito que más parecía un reclamo que otra cosa.
Furiosa al sentir mi orgullo mancillado me levanté y corrí las cortinas con ganas de echarlas abajo. El día era perfecto para salir a caminar; sin embargo mi enojo iba aumentando al darme cuenta que pronto las lineas rojas se pondrían azules para dar paso a moretones.

Ofuscada por todo lo acontencido, abrí la puerta del baño sólo para enfadarme aún más al ver que estaba todo dispuesto para un baño de espumas. No quería un baño de espuma, no quería nada. En esos momentos no deseaba nada que el señor de la mansión pudiera darme, sentía ganas de encararlo, de gritarle delante suyo que era un miserable por haberme tratado como una de sus esclavas ¡A mí! ¿Qué no se había dado cuenta que yo no era igual a todas? ¿Qué no se daba cuenta que no me gusta que tomen el control a menos que yo lo permita? Ciertamente que la noche anterior no lo había deseado.

Saqué toda el agua del baño, limpié la espuma y comencé a llenar el hidromasaje otra vez pero con agua limpia. Busqué entre mis pertenencias hasta encontrar sal de mar que vertí toda en el agua, con la esperanza que el agua y la sal curaran mis heridas.

Una vez dentro traté de poner en orden mis pensamientos, mis miedos y mis dudas, pero la satisfacción de haber tenido otra vez al señor de tan magnífica mansión hacía que me desconcentrata una y otra vez, pensando y sintiendo su cuerpo nuevamente en mi piel. Sin darme cuenta comencé a tocar mis pechos ergidos por el agua, hábilmente mis manos bajaron hasta mi pubis para adentrarse lentamente por mi clítoris, suaves quejidos comenzaron a escapar de mi boca mientras mi humedad se iba confundiendo con el agua salada. De pronto sentí un profundo escalofrío y un orgasmo prolongado corrió por mi cuerpo.

- Buenos días Gatita ¿o debo decir mejor buenas tardes?

Me sobresalté al oir tu voz a mi lado, tan preocupada estaba de ordenar mi mente, de revivir en mi cuerpo la sensación de tu cuerpo en el mío que no te sentí llegar.

- Nada de bueno tienen señor.
- ¿Por qué dices eso? ¿Acaso no te gustó la velada anterior?
- No

Te arrodillaste a mi lado y tomando mi barbilla, me obligaste a mirarte a los ojos… cada vez que miro tus ojos me pierdo en ellos y con eso se va mi cordura también. Pero tenía que ser fuerte, no puedo caer otra vez… no puedo dejar que me vuelvas a tratar así.

- Mis esclavos dicen que te escucharon gritar y que no aceptaste el baño de espumas… veo que el agua está limpia…
- Yo no pedí espuma, cuando quiera espuma te lo haré saber
- Gatita ¿por qué tan arisca?

Trataste de tomar mi brazo, al alzarlo viste las marcas que dejaron las cuerdas de la noche pasada, entonces tomaste mi otro brazo, las mismas marcas. Tenía ganas de llorar, ganas de gritarte y decirte que deseaba irme en esos mismos instantes de ahí y no volver nunca más. Pero un oportuno beso tuyo hizo que volviera a caer en el limbo… Mis brazos rodearon tu cuello, me levantaste del agua y me llevaste a la cama, tus labios suavemente recorrieron mi cuello, luego mis brazos hasta llegar a mis muñecas, tomaste ambas muñecas en tus manos y las besaste, susurrando palabras imperceptibles a mi oído, tomaste uno a uno mis senos y jugaste con los pezones erguidos ya por el deseo que sentía de tenerte dentro, de que me hicieras tuya otra vez. Tus labios no se cansaban de recorrer mi cuerpo, bajaste por mi ombligo y mis piernas instintivamente se abrieron para ti; sin embargo seguiste de largo, besando mis muslos, luego mis rodillas, hasta llegar a mis tobillos. Entonces acariciaste las marcas de las cuerdas y besaste mis pies por mucho rato. Una lágrima cayo por mi mejilla sin que te dieras cuenta, pues, a pesar de todo, me sentía muy humillada.

Pronto tu cuerpo se apoderó del mío, tu verga se incrustó dentro de mí haciéndome gritar, tu pelvis bailaba sobre mí haciéndome olvidar toda la noche pasada, devolviéndome mi orgullo herido. El sentirte dentro me hacía desear más y más, mi mano derecha bajó y se puso entre los dos, necesitaba sentir como entrabas y salías de mí, necesitaba acariciar mi clítoris mientras acariciaba tan hermoso falo, necesitaba sentir mi humedad mezclada con la tuya.

Mis orgasmos no tardaron en sucederse uno tras otro, en una oleada que hacía tiempo no sentía. Entonces tu mirada se ahogó en el mar de mis ojos…

- Multiorgásmica… eres una gatita multiorgásmica…

miércoles, marzo 21, 2007

LA DANZA DE KITTY

Desde el jardín podía escuchar la música y risas que salían desde el gran salón usado sólo para ocasiones muy especiales. Mi viaje había sido largo, llegaba cansada otra vez a ti, deseosa de reposar en tus fuertes brazos y ansiosa por regalarte con mi cuerpo.

Subí rápidamente las escaleras de la gran mansión que me daba la bienvenida a la luz de la luna llena, tus esclavos me miraban pasar y recogían mi equipaje que, sin darme cuenta, iba dejando olvidado por el trayecto. Hasta que al fin llegué a las puertas de madera finamente talladas que daban al salón. Estaba cerrada y la vigilaban dos esclavos más.

Con todas mis fuerzas y ganas empujé las puertas que hicieron un ronco sonido. Por un minuto el mundo se detuvo al clavarse tus oscuros ojos sobre los míos. Estabas sentado en tu sillón sobre el pedestal, aquel pedestal con escalones donde acostumbran a estar recostadas desnudas tus esclavas favoritas.

La gente desapareció. El mundo desapareció.

Caminé despacio hasta el centro del salón mientras tus invitados me dejaban pasar. Entonces alcé la voz “Señor, he viajado por extensos territorios en busca del sol y del placer. Ahora vuelvo a ti una vez más para regalarte con mi presencia, con mi cuerpo y mis palabras. Por favor, déjame dar gracias a mi diosa que me guió nuevamente a ti”

Tu amplia sonrisa me indicó que estabas agradecido por mi regreso y que no te oponías a mi petición. Ante mi solicitud, tus músicos comenzaron a tocar una melodía ancestral, inundada de tambores que me recordaban esas calidas noches por el trópico. Mi cuerpo comenzó a moverse al ritmo cadencioso mientras el vestido blanco comenzaba a caer lentamente a cada uno de mis movimientos hasta que dar completamente desnuda. Mis manos se elevaban al cielo mientras mis caderas giraban en círculos alocados, mi cabello suelto se agitaba a cada uno de mis movimientos mientras mi canto a la diosa Yemanjá llenaba el espacio.

Entre giro y giro, caí rendida a tus pies. Tus invitados explotaron en aplausos y felicitaciones como si yo les hubiese regalado a ellos mi danza, parecía que no habían escuchado que eran para ti y para mi diosa.

Aún jadeante subí la mirada hacia la tuya. Ví complacencia en tus ojos, ví alegría de verme nuevamente y también vi esas señas imperceptibles que me indican que algo más quieres de mí.

Tus esclavos me levantaron del suelo y me llevaron a una tarima que había en un rincón, uno de tus esclavos comenzó a besarme suavemente los labios, mientras otro abrió mis piernas y comenzó a jugar con su lengua en mi clítoris brindándome placer. Entre los dos me dieron ese placer al cual me negué por meses durante mi búsqueda, en ese instante me di cuenta que mi búsqueda no había dado frutos y que la supuesta paz que yo buscaba se encontraba ahí, entre esas paredes de piedra, entre los amplios jardines de la mansión, pero a su vez sabía que mi alma necesita ser libre para ir y venir a mi antojo… pero mis pensamientos ya no me importaban, en ese momento sólo quería sentir el placer tan añorado de volver a sentir tu piel contra la mía.

Poco a poco comencé a gemir de placer, casi en forma imperceptible al principio, luego más y más fuerte. Tus esclavos estaban bien entrenados y sabían exactamente qué le gusta a una mujer como yo, entonces retrocedieron un poco y se ubicaron uno a mi derecha y el otro a la izquierda ofreciéndome sus vergas grandes e hinchadas. Mis pequeñas manos comenzaron a acariciarlos suavemente y mi lengua comenzó a darles suaves golpecitos en la punta, primero a uno y luego al otro, para ir poco a poco introduciéndolos en mi boca.

Tus esclavos comenzaron a gemir y sentí en mis manos sus vergas a punto de explotar, acerqué mi boca rápidamente y bebí sus fluidos mientras tus invitados aplaudían una vez más el espectáculo que presenciaban.

“Gracias gatita por tu espectáculo, ha sido un bello regalo. Por favor, tu habitación está lista para ti, tal como la dejaste la última vez. Ve a ella y espérame, que tenemos mucho que hablar y disfrutar”